Uno
de los mayores misterios de la política española ha sido la popularidad
que Zapatero ha conservado a lo largo de estos años pese a lo
desastroso de su gestión.
Si nos ponemos a examinar su primer mandato y lo que lleva del segundo, nos damos cuenta de que nada de lo que pretendía lo ha conseguido, y lo que ha conseguido fue al elevado precio de dividir a los españoles.
Ni
la negociación con ETA trajo la paz al País Vasco, ni los nuevos
estatutos han articulado mejor España, ni las reformas educativas han
mejorado la enseñanza, ni la Ley de la Memoria Histórica ha enterrado
definitivamente a los muertos de la guerra civil, ni los matrimonios
homosexuales, por no hablar de la nueva normativa para el aborto,
encuentran el respaldo de la mayoría de la población.
Sin embargo, Zapatero ha sido el político mejor evaluado y no sabemos si sigue siéndolo. O sabe venderse mejor que gobernar o esa población es incapaz de evaluar a sus gobernantes. Pues en cualquier país democrático, Zapatero estaría catalogado, como Bush lo estaba a las mismas alturas en el suyo: como uno de los peores que había tenido el país a lo largo de su historia.
Como
no creo que los españoles seamos más tontos que los demás pueblos
-podemos ser más ignorantes, pero se trata de cosas distintas, hay
ignorantes listísimos-, me he puesto a reflexionar sobre el caso
llegando a una conclusión penosa, pero que explica perfectamente la
situación en que nos encontramos:Zapatero nos gobierna apoyado en nuestros vicios, en vez de en nuestras virtudes, aunque no lo reconozcamos, porque tampoco es cosa como para enorgullecerse.
Mientras
los gobernantes de los países punteros se apoyan en las mejores
cualidades de su pueblo, Zapatero se apoya en las peores del nuestro:
el resentimiento, la envidia, el tribalismo, la picardía, el
dogmatismo, la soberbia, el no aceptar nunca que podemos habernos
equivocado, el yo hago lo que me da la gana y el que venga detrás que
arree, el no reconocer otros méritos que los propios o, todo, lo más,
de los que piensan como uno y el disparar contra todo el que destaca
constituyen los cimientos de la política de Zapatero desde que llegó a
la Moncloa. Y los
españoles, o al menos una buena cantidad de ellos, nos sentimos a gusto
con él, aunque en nuestro fuero interno reconozcamos que no es la
mejor. No voy a decir con ello que nos falten buenas cualidades. Pero el vicio es siempre más fácil de practicar que la virtud y
si nos gobierna alguien que nos marca ese camino, no tenemos el menor
inconveniente en seguirle. Durante los últimos cinco años, en España se
han juntado el hambre con las ganas de comer, o más exactamente, la
peor política con nuestros peores instintos.
Todo
cuanto ha hecho el gobierno ha sido para fomentar éstos: El derroche,
la holgazanería, la irresponsabilidad, la chapuza, y a castigar el
ahorro, la frugalidad, el esfuerzo, el trabajo o el estudio
concienzudos. Desde las jubilaciones anticipadas a facilitar el pase de
un curso a otro con un montón de asignaturas pendientes, pasando por
las peonadas falsas, los permisos múltiples y bien remunerados -que se
lo pregunten a Garzón-, la multiplicación de fiestas, el dispararse del
gasto a todos los niveles, con el consiguiente endeudamiento. Un PER
extendido a toda España ha sido la política de Zapatero. El
subsidio como vehículo de la «calidad de vida» tanto en pueblos como en
ciudades, en la vida laboral como en la jubilación, en las aulas como
en los negocios, haciéndolo todo más fácil, menos trabajoso. ¿Cómo
no íbamos a estar de acuerdo con ello? ¿Cómo no íbamos a aprobar la
gestión del hombre que nos ofrecía un país donde se ataban los perros
con longanizas?
Lo malo es que tal país no existe. Mejor dicho, puede existir durante un periodo de tiempo, pero cuando se acaban las longanizas, se acaba todo. Y
a nosotros se nos ha acabado con la crisis económica que ha dejado al
descubierto el mundo falso en el que hemos vivido durante los últimos
años, la escasa preparación que tenemos, tanto a nivel personal como gubernamental, para
afrontar los desafíos que tenemos delante. Los españoles y los muy
diversos gobiernos que tenemos sabemos muy bien gastar, pero no sabemos
economizar. Nos hemos olvidado de qué es eso. Como nos
hemos olvidado del esfuerzo, de la laboriosidad, de la obra bien hecha
y del afán de superación, completamente ignorados durante la última
etapa, en la que la forma de ganar dinero era comprar -a crédito- un
piso y venderlo dentro de dos años por el doble precio. Más
grave todavía ha sido el ataque sistemático que ha sufrido la
excelencia en nuestro país de un tiempo a esta parte. No era ya la mofa
habitual al empollón de la clase por parte de sus condiscípulos. Era
una política metódica, perfectamente planeada contra el que destacaba
en cualquier profesión o actividad.
El mérito se ha convertido entre nosotros en un estigma, mientras la mediocridad es un valor social. España
es hoy el país más vulgar, más cutre, más ramplón de todo nuestro
entorno, como se comprueba abriendo la televisión, no importa el canal,
o escuchando cualquier debate político, sea en el Congreso, sea en el
último ayuntamiento. Y esto ocurre precisamente cuando se
necesita más que nunca gente preparada, gente emprendedora, gente con
ideas, gente capaz de competir en un mercado mundial donde han surgido
países que se han plantado en la más sofisticada tecnología de un
salto, como Corea del Sur o Finlandia. Y ya verán ustedes cuando los
del Este de Europa se quiten de encima la mugre que les queda de
cuarenta años de comunismo.
¿Qué
ha hecho nuestro gobierno ante ello? Pues este gobierno que no fue
capaz de prever la crisis, o no quiso verla, se encuentra paralizado
ante ella. Fíjense ustedes que la
única respuesta que Zapatero sabe dar cuando sus medidas no surten
efecto es decirnos «No se reducirá la protección social». O sea, lo de
siempre. De decirnos lo
que realmente hay, de llamamientos al sacrificio, a la laboriosidad y
tomar el toro por los cuernos, nada de nada. Su última
remodelación de Gobierno no hace más que abundar en lo existente. No
hay figuras que destaquen en él, sino fieles seguidores de la voluntad
del jefe.
No se nos anuncia un cambio de línea, sino un cambio de ritmo. No
se reconocen los errores cometidos, sino que se insiste en la bondad de
lo hecho hasta ahora. Y sin esas tres cosas, la introducción de
independientes en el gabinete, el echar mano de gente capacitada en vez
de meros clones del jefe y el reconocimiento de lo que se ha hecho mal,
con propósito de enmienda, no hay enmienda posible. O sea, que seguiremos empeorando.
Esto
es lo que hay. Mejor dicho, lo que no hay. Suele decirse como consuelo
que una crisis es una oportunidad para desprenderse de todo lo
inservible y renovarse a fondo. Aquí, la única renovación que hemos
tenido es la del vestuario extravagante de la Vicepresidenta Primera
por el más discreto de la segunda. Por lo demás, las mismas caras, los
mismos gestos, los mismos eslogan, los mismos planes y las mismas
promesas de que la recuperación está más o menos próxima. Desde
esta perspectiva, incluso la galbana de Solbes nos parece menos
peligrosa que el activismo de su sucesora, por lo que puede multiplicar
el gasto sin arreglar las cosas. En el resto, todo lo mismo, excepto que a Pepiño Blanco se le llama José y se pone ahora corbata.
Lo único que puede cambiar es la actitud de los españoles.
El cómodo estilo de gobernar de Zapatero está ya dañando a bastantes de
nosotros y amenaza con dañar a cada vez más. ¿Vamos a seguir
considerándole el mejor de nuestros gobernantes posibles? Las
encuestas, esos espejos, nos lo dirán. Aunque no serán un espejo de él,
que conocemos de sobra.
Será nuestro espejo: ¿Preferimos seguir la senda de nuestros vicios o de nuestras virtudes?
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