miércoles, 20 de septiembre de 2017

"Aquellos atardeceres" por X.L.






 ...AQUELLOS  ATARDECERES
  
Aquellos atardeceres de febril adolescencia, cuando el pensamiento galopaba sobre lomo de camello y recorría las dunas de la carne, mimitizado berebere para que nadie supiera del amor mimado en silencio. Luego, otra  noche, otro día y una nueva  huída del posible encuentro, para evitar el rubor y que nadie supiera el  secreto tan bien guardado.
Acostumbrados, con el paso de los años, a ser mayores, atrevidos y orgullosos de  virilidad, una vez enterrado, en la más pura soledad, el pensamiento de posesión y gozo.
Permanecimos o nos fuimos en el rail de la vida y, un buen día, llegamos al apeadero que indicaba la bajada. Con o sin maleta recorrimos el camino hasta la posada Refugio , testigo de esa primera noche en vela. Tuvimos tiempo para pensar, en los amores dormidos en el cofre encantando, sobre el cambio habido en el propio cuerpo, sobre aciertos y  desaciertos tenidos. Encendimos la luz y nos sentimos extraños, con dosis de miedo y, con la vista, escudriñamos cada rincón de aquella habitación de interior en la que sus paredes pintadas  de azulón la achicaban,  entorpeciendo el movimiento y conseguian agitar el aliento. Sudamos la fria ausencia de los nuestros y, como seres olvidados, en aquel lugar alejado de nuestra procedencia, lloramos la particular tristeza que nunca habiamos sufrido.
Quién no ha querido  volver a ser niño, adolescente o hombre para gritar: aquí me quedo en la cuna que mordí sus barrotes con los dientes de leche. Y tú también, niña, adolescente, mujer, sé que de buena gana retornarías a los años en que fuiste amada y así poder compartir las tiernas caricias en aquellos atardeceres  de escondites sin maldad.
Festejamos  las romerias de culto a las virgenes milagrosas, nos divertimos y bailamos la mazurca que, en uno de sus compases, dejaba al descubierto el roce de los torsos y  transformaba  la noche en la más feliz y esperada por ambos.
Al regreso, volvimos a galopar sobre las dunas de la carne y nos ahogamos en el pozo del deseo.
La vida es puro deseo que cada día sube al tiovivo   balanceante y éste se inclina a un lado y a otro al son de una estridente música  y, de pronto, se detiene porque sobrepasar el tiempo atienta al negocio del feriante.  Son las ganas de vivir y de gritar en cada amanecer “estoy aquí”, sin pararse a pensar de por qué se sigue soñando con aquellos atardecederes convertidos en noches que ya no vuelven.
Comienzan los días de labor, no sin sorpresas, nos confundimos en la muchedumbre, nos rozamos por falta de espacio, nos miramos sin querer y seguimos buscando aquellos atardecederes de puros-obscenos pensamientos que no hacian daño a nadie, pero que avivaban el fuego de amar en la distancia.
De súpeto, al doblar la esquina de la plaza , detienes la carrera porque bates con la preciada dama. La extrañeza por el tiempo transcurrido, los físicos cambiados, el abrazo espontáneo y el mutuo balbuceo del verbo “qué bien te veo”, convierten, en un segundo, las decenas de años borrados en una  cómplice mirada y en un sentir mutuo de ya te entiendo.
Así son los hechos humanos aplicados al querer, al andar, al trabajo, a la realización personal, a la superación de penas, al disfrute de alegrias, a la propia mazorca de la vida que se desgrana sin saber cúal será el último grano y en que día.
Aquellos atardeceres de sol en poniente rojizo, de tormenta, viento o lluvia, son idénticos a los presentes para que nuestro pensamiento  continue galopando sobre las dunas que quedan en la tierra y en la llegada descabalgar en la orilla del rio y, por fín, saciar la sed porque se siente vivo.


X.L.






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