Aquellos
atardeceres de febril adolescencia, cuando el pensamiento galopaba sobre lomo
de camello y recorría las dunas de la carne, mimitizado berebere para que nadie
supiera del amor mimado en silencio. Luego, otra noche, otro día y una nueva huída del posible encuentro, para evitar el
rubor y que nadie supiera el secreto tan
bien guardado.
Acostumbrados,
con el paso de los años, a ser mayores, atrevidos y orgullosos de virilidad, una vez enterrado, en la más pura
soledad, el pensamiento de posesión y gozo.
Permanecimos
o nos fuimos en el rail de la vida y, un buen día, llegamos al apeadero que
indicaba la bajada. Con o sin maleta recorrimos el camino hasta la posada
Refugio , testigo de esa primera noche en vela. Tuvimos tiempo para pensar, en
los amores dormidos en el cofre encantando, sobre el cambio habido en el propio
cuerpo, sobre aciertos y desaciertos
tenidos. Encendimos la luz y nos sentimos extraños, con dosis de miedo y, con
la vista, escudriñamos cada rincón de aquella habitación de interior en la que
sus paredes pintadas de azulón la
achicaban, entorpeciendo el movimiento y
conseguian agitar el aliento. Sudamos la fria ausencia de los nuestros y, como
seres olvidados, en aquel lugar alejado de nuestra procedencia, lloramos la
particular tristeza que nunca habiamos sufrido.
Quién
no ha querido volver a ser niño,
adolescente o hombre para gritar: aquí me quedo en la cuna que mordí sus
barrotes con los dientes de leche. Y tú también, niña, adolescente, mujer, sé
que de buena gana retornarías a los años en que fuiste amada y así poder
compartir las tiernas caricias en aquellos atardeceres de escondites sin maldad.
Festejamos las romerias de culto a las virgenes
milagrosas, nos divertimos y bailamos la mazurca que, en uno de sus compases,
dejaba al descubierto el roce de los torsos y
transformaba la noche en la más
feliz y esperada por ambos.
Al
regreso, volvimos a galopar sobre las dunas de la carne y nos ahogamos en el
pozo del deseo.
La
vida es puro deseo que cada día sube al tiovivo balanceante y éste se inclina a un lado y a
otro al son de una estridente música y,
de pronto, se detiene porque sobrepasar el tiempo atienta al negocio del
feriante. Son las ganas de vivir y de
gritar en cada amanecer “estoy aquí”, sin pararse a pensar de por qué se sigue
soñando con aquellos atardecederes convertidos en noches que ya no vuelven.
Comienzan
los días de labor, no sin sorpresas, nos confundimos en la muchedumbre, nos
rozamos por falta de espacio, nos miramos sin querer y seguimos buscando
aquellos atardecederes de puros-obscenos pensamientos que no hacian daño a
nadie, pero que avivaban el fuego de amar en la distancia.
De
súpeto, al doblar la esquina de la plaza , detienes la carrera porque bates con
la preciada dama. La extrañeza por el tiempo transcurrido, los físicos
cambiados, el abrazo espontáneo y el mutuo balbuceo del verbo “qué bien te
veo”, convierten, en un segundo, las decenas de años borrados en una cómplice mirada y en un sentir mutuo de ya te
entiendo.
Así
son los hechos humanos aplicados al querer, al andar, al trabajo, a la
realización personal, a la superación de penas, al disfrute de alegrias, a la
propia mazorca de la vida que se desgrana sin saber cúal será el último grano y
en que día.
Aquellos
atardeceres de sol en poniente rojizo, de tormenta, viento o lluvia, son
idénticos a los presentes para que nuestro pensamiento continue galopando sobre las dunas que quedan
en la tierra y en la llegada descabalgar en la orilla del rio y, por fín,
saciar la sed porque se siente vivo.
X.L.