miércoles, 17 de mayo de 2017

El regreso a A Pontenova, vuelta al hogar…por Francisco Narla (Escritor)

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Fuente: miguelpesca.com


Soy un tipo con sus labores y peculiaridades. De esos que las caricias las da con papel de lija, y que los besos los quiere del hielo que nada en el fondo de un vaso. De joven le dediqué unos años al boxeo; era malo como un cólico nefrítico, aunque mi entrenador solía decir que tenía la ventaja de ser duro como un cepo, lo que venía a significar que siempre podía contar con la pequeña posibilidad de ganar algún combate porque mi oponente acabase desfallecido de tanto sacudirme.
Además, no tengo aquello que ha dado en llamarse don de gentes, y casi toda mi vida me he sentido más a gusto ante una página en blanco que ante alguien al que no conozco.
Pero, pese a mis rarezas, que todos tenemos alguna, soy bastante sentimental, aunque de un modo visceral, como en el blanco y negro de las viejas novelas de Hammett. Tuve un amigo que, cuando le expliqué esto mismo, esto de que a mí los sentimientos me salen de las entrañas, me recomendó que fuera a ver a un internista que conocía.
Sí, todo es cierto, sin embargo, en la orilla de un río la cosa cambia. Siempre he sentido fascinación por arroyos, riachuelos, regatos y cualquier otra cosa que se le parezca, supongo que por eso, a día de hoy, vivo en un molino. Yo soy un tipo de esos que se sienta en el río, se enciende una pipa y se pregunta cómo engañar a las pintonas. E incluso si no llega a mojarse la liña, el simple hecho de estar allí me hace feliz. Por eso, después de tantos años dando tumbos por el mundo acabé regresando al hogar, a vivir junto al río.
Allí imagino mis historias, y muchas páginas de mis novelas se han escrito en las orillas gallegas, entre helechos, brezo, castaños y carvallos.
Así que, cuando hace un año, me llamaron para decirme que las buenas gentes de A Pontenova habían decidido entregarme su trucha de oro, me llevé una alegría. Las novelas y los años le han ido trayendo a uno oportunidades así, y siempre me he sentido agradecido cuando llegan los reconocimientos, porque es un honor poder abrir las fiestas de cualquier lugar y que a uno lo reciban con cariño en tierras que no son las propias, sin embargo, en ese caso tenía algo de especial. No solo me daban una distinción, sino que me invitaban a un par de días en la maravillosa ribera del Eo, me prometían la oportunidad de buscar unas cuantas truchas y me ofrecían disfrutar de sus bosques y sus laderas.
Así fue, conocí a buenas gentes, recorrí buenos lugares, comí buenos platos y me esforcé por darles un pregón que tuviera lo mejor de mis letras y mi ingenio. Se convirtió en un bonito recuerdo y a los grandes saraos editoriales me llevé en la solapa la trucha que me dieron en las orillas del Eo, para presumir un poco de que hubiera quien me quería bien.
Ahí se quedó la cosa. O eso pensaba yo. Porque en muchos sitios se habían despedido de mí con palabras amables y gestos cariñosos, muchas veces he oído aquello de “cuando quieras”, “para lo que necesites”, casi tantas como “esa sí que es una buena historia” o “yo tengo una idea para una novela”. Y, como las últimas, las primeras son casi siempre más falsas que los duros de estaño.
En la mayoría de lugares te reciben con cariño, te tratan con deferencia y honores, al final, ambas partes salen beneficiadas del impulso mediático que cada cual puede aportar al otro, pero las buenas intenciones de las despedidas se quedan solo en eso, en intenciones.
Sin embargo, en A Pontenova eso no es así. No. En A Pontenova las palabras pesan como el hierro que se fundía en sus hornos, y sus verdades cortan como las hoces de Riotorto. No, los de A Pontenova son hijos de forjadores y nietos de molineros, saben apreciar la sal del trabajo y tienen lo mejor de los pueblos de ribera, orgullo por su río y amor por sus bosques. 
No, en A Pontenova, las cosas son distintas.
Ya había pasado un año. Y yo estaba pensando en la nueva novela, en los contratos de traducción que han llegado desde China, en los libros que necesito para documentarme, en los artículos pendientes de entrega para las revistas de historia, en fin, como suele decirse, atendía a mis labores. Fue entonces cuando recibí la llamada.
Aquellas palabras no habían sido una finta. Uno no se olvida de sus días en el cuadrilátero y, cuando le hablan prepara la cadera para girar y esquivar, sabiendo que el golpe puede venir por el ojo malo, el que han estado machacando en los asaltos anteriores. Pero esta vez, este año, en A Pontenova, no fue así.
Gallego, escéptico, cínico hasta la médula, me costaba creerlo, pero ahí estaban las palabras; “estás en tu casa”, “aquí se te quiere”, “trae los trastos para ir a pescar”, un rosario de cariño y amabilidad que aligeraba el espíritu.
¡Qué buenas gentes! ¡Qué buen lugar!
Y allí estuvimos. Con el mal tiempo a vueltas y las heladas tardías, con las gentes de A Pontenova, con sus casitas de piedra escondidas en la falda de la montaña, con su río Eo y con todos los que recibieron sus truchas de oro que, amén del pregonero, mi colega y amigo Chani, eran también los de nuestra maravillosa selección, que han ganado tanto y tantas veces que cuesta recordarlo (y no, no me refiero a esos que corren detrás de una pelota cobrando millonadas por decir imbecilidades; no, me refiero a los campeones del mundo de pesca a mosca, que son de aquí, y que hacen que se sonrojen los americanos y los gabachos).
Yo me reencontré con viejos conocidos, y trabé lo que espero se convierta en nuevas amistades.
Ya no podía creerme cuanto me estaba pasando cuando, para más inri, me topé con dos buenas personas que me reconocieron y me hablaron de mis libros y, al día siguiente, cuando salíamos del río con el frío pegado a las muelas, paramos en A tenda de Manolo a buscar cobijo en un café caliente, y allí me esperaba un ejemplar de Donde aúllan las colinas para que lo firmase y, además, se lo habían leído.
Estos de A Pontenova, tienen tanto, y tan bueno. Y además, el río pasa junto a sus casas. Por eso hicieron que me sintiera como en mi molino, junto a la chimenea, con un vaso de whisky en una mano y la pipa en la otra. Dijeron que contaban conmigo para el año que viene, y esta vez me lo creí a pies juntillas.
En A Pontenova me han dado un hogar nuevo.
Gracias, gracias a todos. Ya hice cuanto pude el año pasado, pero prometo redoblar mis esfuerzos para cuanto sea necesario.
Y dejo en el aire una idea que quizá os sirva, mis queridos amigos, para promover un poco más vuestro maravilloso ayuntamiento, una idea en la que yo sí puedo ayudaros, por qué no organizáis un concurso de relatos en los que el tema sea, precisamente, A Pontenova y su entorno. Prometo hacer correr la voz entre todos los colegas, y me ofrezco como organizador, jurado y camarero, lo que haga falta.
Gracias, de todo corazón, espero poder devolveros algún día, una pequeña parte de cuanto me habéis regalado.
Gracias.
¡Hasta la próxima Festa da Troita!
Francisco Narla, escritor
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