domingo, 19 de enero de 2014

Bacanal vikinga en el país del Eo

LUIS LÓPEZ. elcorreo.com
Lejos del esnobismo urbano, en las profundidades asturgalaicas, sobreviven fondas irreductibles, primitivas y gloriosas. Allí cuesta ocho euros tocar el cielo.

Bacanal vikinga en el país del Eo
En la Taberna de Montse se puede comer en la mismísima cocina.
Hay lugares que deberían ser inmediatamente rodeados por una empalizada sin puertas para que el paso del tiempo y la corrupción del mundo moderno no los cambiase nunca. Pero eso sería una solución demasiado radical y egoísta... Porque, por otro lado, todo el mundo debería disfrutar de su magia, libar sus mieles, invocar a Baco y sentirse morir como un vikingo en un festín desmadrado. Hablamos de sitios que son mucho más que restaurantes. Son templos de un primitivismo glorioso, reductos de una sinceridad casi imposible de encontrar entre el esnobismo y el amaneramiento pretencioso que nos rodea. Son sitios donde mujeres infatigables llevan décadas dando comida generosa y conversación afilada a quienes cruzan la puerta de sus casas.
Existen lugares así en esa zona difusa donde se confunden Asturias y Galicia. Es un mundo lejano que hasta hace nada fue remoto por la ausencia de infraestructuras mínimamente evolucionadas. En parte, ese relativo aislamiento tuvo ciertos efectos positivos porque en cierta medida también le libró de las catástrofes urbanísticas y el hedonismo descerebrado que pervirtió tantas otras zonas de España. Vegadeo, Castropol, Tapia, Oscos, Ribadeo, Trabada, Abres, A Pontenova... Son como barrios de un reino independiente en torno a la ría del Eo que trasciende fronteras y cuyos vecinos son mucho más que sólo asturianos o sólo gallegos.
Y es en este entorno, que conjuga muchas de las bendiciones que definen el ideal rural, donde sobreviven sin marchitarse algunas casas de comidas de las de toda la vida. Hemos elegido dos por su talla gastronómica y el encanto de sus oficiantes: la Taberna de Montse y Casa Perales.
La primera se encuentra en plena N-640, la carretera que serpentea entre Vegadeo y Lugo. Pasada A Pontenova, en pleno ascenso hacia el puerto del Marco de Álvare, emerge, encajonada en la ladera, esta casa verde y blanca de apariencia inofensiva. Sí dan pistas externas sobre lo que allí se cuece los vehículos aparcados en los arcenes próximos: algún tractor que aún emana vaho, camiones de dimensiones medianas destinados
al transporte de ganado, todoterrenos embarrados... De fondo, montañas verdes y brumosas salpicadas por aldeas de piedra con chimeneas humeantes.
Al cruzar la puerta nos encontramos con una barra donde se acodan individuos curtidos por la intemperie que esperan su turno para comer. A su lado, una bandeja donde se desparraman trozos de queso, chorizo, empanada... Para ir picando. "Ahora os pone la mesa mamá", dice Montse en uno de esos viajes vigorosos en los que atraviesa el bar. Aquí hay dos posibilidades: la más convencional es cruzar la cocina y entrar en el comedor, donde una decena de mesas esperan a los comensales. Pero hay otra alternativa: quedarse en la mismísima cocina, porque alrededor de la chapa de leña, donde reposan tarteras que bullen, hay una especie de encimera de mármol gris donde también se alimenta al personal.
Cualquiera que sea la elección, merecerá la pena porque lo importante es lo que sigue. Primero, la madre de Montse pone 'as ferramentas', que así llama a los cubiertos. Y luego empieza el festival. Sobre una tabla, tres chorizos caseros, una cuña de medio kilo de queso y casi medio salchichón. Para tres personas. Los productos empiezan a rodar junto con un pan de centeno impecable. "¿No vais a comer más?", pregunta la mujer cuando han dejado de moverse as ferramentas. "Habrá que reservarse, jefa", hay que responder. Y entonces toma la orden. De primero puede haber caldo gallego que huele a recuerdos, o distintas sopas, o incluso bacalao en un punto perfecto, porque por estas latitudes es sabido que los productos del mar son complementos suaves a la comida de verdad.
Y esa llega en los segundos platos. Chuletas de un cordero que acaban de sacrificar en casa, filetes como sábanas, caza cuando alguien ha matado algo, entrecot de verdad, montañas de zorza (picadillo de chorizo o txitxikis)... Todo con un toque excelente, divinidad sin aspavientos.
En este punto de la bacanal pueden comenzar los sudores, pero sería imperdonable perderse los postres caseros, sobre todo, las tartas de queso y café, o el requesón, o la cuajada... Inmensos ejemplos de que el camino hacia la gloria pasa por la sencillez. Para terminar, café de puchero. Montse llega con dos botellas de orujo y las deja sobre la mesa. Por si las gotas. "No me hagáis el desprecio de no probarlo". Y si ya no hay gente esperando anima a prolongar la sobremesa de manera indefinida, libando ese nectar que rasca la garganta. Casi anochece cuando se pide la cuenta. 27. "Los tres euros de más son por las cervezas". Se refiere la dueña a que el menú son ocho euros, y añade uno más por cada una de las pintas de medio litro con las que se hidrataron los comensales. Uno aún no ha salido y ya tiene ganas de volver.
Casa Perales. El otro santuario al que nos referiremos en estas líneas está en Villanueva, justo a la entrada de este pueblo que con Santa Eulalia y San Martín forma el triángulo mágico de Los Oscos, un referente del turismo rural asturgalaico. Casa Perales mantiene su esencia pese a la intermiente llegada de forasteros y a la reforma del local de los últimos años. Sigue siendo un bar-tienda donde se puede tomar un chato y comprar una botella de Mistol, catar un trozo de empanada e ir a buscar el periódico. Josefa está omnipresente. Atiende la tienda, pone vinos, viste mesas, sirve comidas, retira los platos, mueve la estufa de butano hacia donde están los clientes...
Antes de dejarse caer por aquí es casi obligatorio patear alguno de los bosques de la zona, oler el musgo sobre los troncos de los árboles y escuchar el agua de los arroyos romperse entre las piedras redondas. Hay cataratas violentas, aldeas abandonadas y cielos que casi siempre son amenazantes.
Con todo eso aún en la retina y fragmentos de hojas pegados en las botas entramos en una nueva dimensión. "¿Dan de comer aquí?". "Algo habrá", responde y sonríe beatífica Josefa desde el otro lado de la barra sin parar de hacer lo que esté haciendo, porque siempre hay algo que hacer aquí. Las mesas, que se preparan a demanda, están a la izquierda y un par de biombos ayudan a diferenciar espacios según las necesidades. El mantel, naturalmente, de cuadros rojos. Un papel escrito a mano con un Bic azul informa: de primeros, sopa, fabas con manos de cerdo y caldo de repollo; de segundos, albóndigas, lengua de ternera en salsa, codillos de cerdo estofados en salsa, cabecero de lomo adobado con huevos, y zorza con huevos. El menú son 9 euros.
En estas fechas, y con la justificación suficiente de haber tenido antes actividad montañera, aunque hubiese sido de intensidad moderada, optamos por la potencia de los platos de cuchara. Sobre la mesa se quedan dos tanques de aluminio repletos. Uno, con fabes mantecosas y ciclópeas, de esas que una sola casi desborda la cuchara, y manos de cerdo tan delicadas que se fragmentan al mínimo contacto. El otro recipiente es un mar de caldo de repollo espeso, explosivo, antiguo, generosísimo en tocino y chorizo. Un éxtasis. Y luego llegarían las fuentes con la lengua y el codillo, junto con una tercera desbordante de patatas fritas. Una perfecta sinfonía de sabores que parecían perdidos, un regreso a la cocina de siempre, reconocible y cincelada por el tiempo y el reposo. Lo mismo pasa con los postres caseros que llegan con el café.
Cuando uno abandona saciado estos reductos como de otro planeta siempre lo hace con una nube de nostalgia anticipada sobre la frente. Uno se pregunta si será la última vez que disfruta de algo parecido, si la vulgaridad también acabará terminando con semejantes emblemas, igual que antes lo hizo con tantos otros.
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