domingo, 16 de octubre de 2011

Maseras, angelotes y destinos



Manolo es de A Pontenova, en la provincia de Lugo, desde donde partía el ferrocarril para Ribadeo, a dos pasos del concejo asturiano de Taramundi, pero esto nos lo desvela poco a poco, con misterio, porque lo suyo es hacer bien el artículo, y cuando le preguntamos por unos angelotes sin alas que yacen en el suelo, como si estuviesen durmiendo la ebriedad de una siesta, nos comenta:

-Son dos piezas del Barroco portugués. De Portugal vienen y serán de finales del XVII o principios del XVIII. Tengo muchas piezas portuguesas, únicas. ¡Cómo somos frontera pasamos la raya un día sí y otro también!
Le pregunto si es de Verín o de Viana do Bolo o de Salvaterra do Miño, y me dice que no, que el es de Lugo, de A Pontenova, sonriendo.
-La raya que nosotros pasamos -me dice- es la de Asturias. Para nosotros no hay feria como esta de Gijón o la de Tineo. Aquí, como en Galicia, se aprecia la buena madera.
ELCOMERCIO.ES
Manolo se considera chamarilero o alfarrabista -vendedor de antigüedades- tan sólo a medias. El negocio de su familia era la carpintería y, desde hace trece años, combina dos perspectivas: rehacer como siempre se hicieron muebles antiguos y poner a la venta piezas antiguas reales que podrían estar en cualquier museo.
Los muebles antiguos que su carpintería confecciona son, por ejemplo, maseras.
-Por eso nos va también en Tineo -argumenta-: porque en Tineo todavía saben distinguir el pino norte de la madera de castaño bien cortada. Y, además, siguen necesitanto maseras.
Miro los angelotes ebrios que yacen junto a otros dos angelotes alados y bonachones. Pienso en esos palacios que hay entre los ríos Homem y Câvado, tan al norte de Portugal que es cierto que las nubes que van y vienen son las mismas, León mediante, allí que aquí. Me despido de Manolo y me voy a dar una vuelta por la Feria del Desembalaje de Antigüedades, que ahora está en Gijón ofreciendo, en el solar de la Feria de Muestras, todas sus maravillas.
La maravilla, por cierto, se puede contabilizar en número, pero no medir en profundidad. Es cierto que, según nos han dicho, se exponen y se venden casi 40.000 objetos distintos. Los precios van de los sesenta a los tres mil euros, pero cada objeto guarda dormida en su silencio una historia elocuente. ¿A quién perteneció este libro de Ovidio Plubio Nasón que además contiene las Odas de Horacio, aunque no se diga en la portada, y que se editaron en Zaragoza en 1730? Y estas gafas años 60, ¿qué sonrisa iluminaron que aún nos llega pícara como en un verso de Víctor Botas? Calculen ustedes: 40.000 historias distintas para entretener la soledad que a cada uno nos acompaña. 40.000 oportunidades para contemplar, por un resquicio de la memoria, el resplandor humilde de la eternidad.
Soñar es despertarse hacia adentro o dormirse -como los caballos azules de Chagall- vigilante y esperanzado. Lo recuerdo ahora al mirar, de puesto en puesto, todas estas cosas. Se me ocurre que cada objeto se despierta hacia adentro, en su sosiego dormido, soñando con su destino: ¿qué manos acogerán, acariciándola, esa peineta de carey? ¿Quién se sentará a celebrar su dicha, otra vez, alrededor de esa mesa de roble del siglo XVIII? ¿Será feliz o infeliz? ¿Irá, un poco triste, hacia una felicidad inmensa? No lo sé y precisamente eso es lo que conmueve al alma inquieta: no saber sabiendo lo esencial, perderse en el laberinto conocido del mundo.
Cada objeto que veo es un enigma sin resolver, un enigma cuya solución es otro enigma más profundo. Tocadiscos del tiempo de los guateques, libros viejos, copas, cubiertos de plata labrada donde añeja se refleja la luna del instante; anillos, poleas de barco, cucharas, bicicletas, sombrillas y samovares que aún son nuevos si los mira un viejo con ojos de niño o un niño sabio que ya calcula la profundidad -una cometa- del tiempo entre sus manos. Las antigüedades son como los salmones: río arriba, contra la corriente adversa del tiempo, llegan a su destino, a su origen. Hay algo que les espera en esta feria: algo que tiene que ver con transmitir a otros lo que permanece y dura. Hubo una señora, Esperanza, a la que todos llamaban cariñosamente Esperanzona, que regentaba el la Calle Mon de Oviedo una tienda de Antigüedades. La señora falleció, como suele suceder una vez en la vida a todos los mortales, y en el escaparate de su tienda se puso un letrero clarividente: CERRADO POR DEFUNCIÓN PROVISIONAL. Pues eso.

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